Reflejos de Dios en la unidad y variedad del mar

Plinio Corrêa de Oliveira

Reflejos de Dios

en la unidad y variedad del mar

 

 

El Prof. Plinio con el habito terciario carmelitano, de la Orden del cual era miembro

 

Según la concepción católica del universo, Dios es la causa ejemplar, el Ser infinitamente bello cuyo reflejo podemos apreciar de mil maneras en los seres creados y, sobre todo, en el conjunto jerárquico y armónico de todos ellos. En cierto sentido, el mejor modo de conocer la belleza infinita e increada de Dios es analizar la belleza finita y creada del universo. Consideremos, por ejemplo, el mar.

Uno de los primeros elementos de la grandeza del mar es la unidad. Los mares de la Tierra se co­munican entre sí, y consti­tuyen una inmensa masa de agua que ciñe todo el globo terrestre. En un ex­tremo del mar, en cual­quier punto del mundo, una de las consideraciones más agradables que nos vienen al espíritu es abar­car con los ojos la masa líquida que se extiende ante nosotros hasta la línea del horizonte, y pensar que esa masa líquida no termi­na allí, sino que se adentra más alla, de forma inmen­sa, constituyendo una grande y única inmensidad que se mueve, se dilata y se contrae, que se lanza y juega por toda la superficie de la Tierra.

Al mismo tiempo que el mar posee esa unidad es­pléndida, ¡cuánta variedad nos ofrece!

Unas veces se presenta manso y sereno, pareciendo satisfacer todos los deseos de paz, tranquilidad y quietud de nuestra alma. Otras veces se mueve dis­creta y suavemente, for­mando pequeñas ondas que parecen jugar en su su­perficie, haciendo sonreir y distender nuestro espíri­tu en la consideración de las realidades amenas y apacibles de la vida. En otras ocasiones, por fin, se muestra majestuoso y bra­vío, irguiéndose en movi­mientos sublimes, arreme­tiendo furiosamente contra las rocas altaneras y dislo­cando de sus abismos ma­sas de agua insondables.

En ocasiones, el mar llega a la tierra acelerado y jadeante. Y poco después, camina hacia ella tardío y perezoso, con olas que mueren lánguidamente en la playa. O entonces, se manifiesta tan completa­mente parado, que parece contentarse con ver la tie­rra sin tocarla. Unas veces se presenta tan limpio que se aprecia la profundidad de sus aguas a través de una gran masa líquida. Otras, sin embargo, se mues­tra oscuro, impenetrable, profundo y misterioso.

De repente, su murmu­llo se asemeja a una envol­vente caricia, que adormi­la. O bien, no pasa de un ruido de fondo, semejante a la prosa de un viejo ami­go al que ya se le escuchó muchas veces… Pero, tal vez al día siguiente, nos hablará con el rugido do­minador de un rey, que pa­rece imponer su voluntad a los elementos.

Todas estas diversida­des del mar no tendrían concatenación ni encanto, si no se presentasen bajo el gran fondo de una inmen­sidad fija, invariable y grandiosa.

Así, la unidad y la varie­dad se manifiestan en una criatura que está al alcance de nuestros ojos, y que constituye una espléndida imagen de la belleza in-creada y espiritual de Dios, Nuestro Señor.

Salvador, Bahia (Brasil)

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