Si la Nobleza y las élites tradicionales análogas tienen un papel tan vital para el buen orden de la sociedad como el que les señala el Magisterio pontificio, ¿eso significa que los régimenes democráticos actuales, al no reconocer títulos nobiliarios ni rangos sociales, son de suyo malos o perniciosos?
Plinio Corrêa de Oliveira responde a esta cuestión al explicar, en Revolución y Contra-Revolución(parte I, Cap. 2, § 5, E), que conforme la doctrina católica, la república no es de suyo un régimen revolucionario. Sólo lo será en la medida que sea igualitaria, y que a ese título sea hostil a las clases dirigentes legítimas, surgidas de la vida del pueblo, afectando con ello el bien común. Bajo el subtítulo “Monarquía, república y religión”, el pensador católico hace una precisa distinción:
León XIII, al hablar de las diversas formas de gobierno, dejó claro que “todas y cada una son buenas, siempre que tiendan rectamente a su fin, es decir, al bien común, razón de ser de la autoridad social” [1].
Tachamos de revolucionaria, eso sí, la hostilidad profesada, por principio, contra la monarquía y la aristocracia, como si fueran formas esencialmente incompatibles con la dignidad humana y el orden normal de las cosas. Es el error condenado por San Pío X en la Carta Apostólica Notre Charge Apostolique, el 25 de agosto de 1910. En ella el grande y santo Pontífice censura la tesis del Sillon, de que “sólo la democracia inaugurará el reino de la perfecta justicia”, y exclama: “¿No es esto una injuria a las otras formas de gobierno, que son rebajadas de ese modo a la categoría de gobiernos impotentes, aceptables a falta de otro mejor?” [2].
Ahora bien, sin este error, entrañado en el proceso de que hablamos, no se explica enteramente que la monarquía, calificada por el Papa Pío VI como, en tesis, la mejor forma de gobierno — “praestantioris monarchici regiminis forma” [3]—, haya sido objeto, en los siglos XIX y XX, de un movimiento mundial de hostilidad que echó por tierra los tronos y las dinastías más venerables. La producción en serie de repúblicas por el mundo entero es, a nuestro modo de ver, un fruto típico de la Revolución, y un aspecto capital de ella.
No puede ser tachado de revolucionario quien para su Patria, por razones concretas y locales, salvaguardados siempre los derechos de la autoridad legítima, prefiere la democracia a la aristocracia o a la monarquía. Pero sí quien, llevado por el espíritu igualitario de la Revolución, odia por principio, y califica de injusta o inhumana en esencia la aristocracia o la monarquía.
De ese odio antimonárquico y antiaristocrático nacen las democracias demagógicas, que combaten la tradición, persiguen las élites, degradan el tonus general de la vida, y crean un ambiente de vulgaridad que constituye como la nota dominante de la cultura y de la civilización… si es que los conceptos de civilización y de cultura se pueden realizar en tales condiciones.
Cómo diverge de esta democracia revolucionaria la democracia descrita por Pío XII: “Según el testimonio de la Historia, donde reina una verdadera democracia la vida del pueblo está impregnada de sanas tradiciones, que es ilícito abatir. Representantes de esas tradiciones son, ante todo, las clases dirigentes, o sea, los grupos de hombres y mujeres o las asociaciones que, como se acostumbra a decir, dan el tono en la aldea y en la ciudad, en la región y en el país entero.
« De ahí la existencia y el influjo, en todos los pueblos civilizados, de instituciones eminentemente aristocráticas, en el sentido más elevado de la palabra, como son algunas academias de amplia y bien merecida fama. Pertenece también a este número la nobleza” [4].
Como se ve, el espíritu de la democracia revolucionaria es bien diverso de aquel que debe animar una democracia conforme a la doctrina de la Iglesia.
[1] Encíclica Au Milieu des Sollicitudes, 16-II-1892, Bonne Presse, París, vol. III, p. 116.
[2] A.A.S., vol. II, p. 618.
[3] Alocución al Consistorio, 17-VI-1973, Les Enseignements Pontificaux —La Paix Intérieure des Nations— par les moines de Solesmes, Descleé & Cie., p. 8.[4] Alocución al Patriciado y a la Nobleza Romana, 16-I-1946, Discorsi e Radiomessaggi, vol. VII, p. 340.