En teoría, una persona podría ser concebida sin pecado original y no tener toda la santidad que tenía Nuestra Señora. Pero esta excepción única le fue concedida dentro del mundo de los pecadores en vista de la santidad que Ella tendría, y para que pudiera alcanzar la santidad perfecta. No es sólo santidad, es excelencia en todos los aspectos de la persona entera. Esto era para la Inmaculada Concepción como el aroma es para la flor.

Con la Inmaculada Concepción nuestras almas sienten alegría, al recordar que hubo alguien así en la tierra. Las personas se sienten como desmayadas, postradas en el suelo, luego se incorporan, se levantan y se arrodillan para venerar a la Inmaculada Concepción, diciendo: “Necesitábamos que hubiera habido al menos una persona así, para que todas las cosas buenas, santas, grandes, de que son capaces las cosas de esta tierra, tuvieran su propio élan y justificaran su marcha ascendente”.
Todos los caminos ascendentes toman fuerza, todas las cosas nobles, bellas y grandes toman aliento, se explican y comienzan a moverse porque hubo una persona como Ella. A partir de esto, sienten una forma especial de alegría y el deseo de ir al cielo.
El dogma de la Inmaculada Concepción da a las personas un orden y una meta concepción del universo, sabiendo que Ella fue concebida sin pecado original. El cielo con todas sus estrellas nació para mí desde el momento en que me hablaron de la Inmaculada Concepción. Fue para mí como un reflector para ver y explicar todas las cosas.
Imagínese que Dios, por su ordenación, no permitiera el pecado original. Otros mundos, otros universos serían posibles. Del mismo modo que se dice que en Nochebuena toda la naturaleza floreció, también podría decirse que esto sucedió cuando la Virgen fue concebida. Dios depositó en ella todas las quintaesencias. Me parece un tema muy elevado. Más elevado aún sería hablar de Nuestro Señor Jesucristo.
Fuente: Adaptación de la conferencia publicada en “Catolicismo”, N° 676, diciembre de 2023







