Interpretación del Apocalipsis y milenarismo

Tomado del libro de Roberto De Mattei, “El cruzado del Siglo XX”.

La perspectiva de Fátima, centrada en la idea de un castigo de la humanidad, y la visión montfortiana del Reino de María, basada en la idea de una era de triunfo de la Iglesia, han sido a veces erróneamente calificadas como “apocalípticas” y “milenaristas”.

Hoy se tiende a dar el calificativo de apocalíptica a toda perspectiva escatológica que prevea una catástrofe más o menos inminente en el curso de la Historia. La palabra milenarismo, al contrario, es aplicada genéricamente a la previsión de un “período dorado” en el futuro de la humanidad. Con una acepción tan amplia, los dos términos acaban por englobar cualquier perspectiva que aluda al fin de una época de la humanidad y a la instauración de una nueva civilización, para indicar genéricamente una predisposición psicológica a una transformación radical y la expectativa de una “nueva era”.

Algunos han querido encuadrar en esa terminología superficial la teología de la historia de Plinio Corrêa de Oliveira, que, al igual que Fátima y San Luis María, prevé un gran triunfo de la Iglesia y de la Civilización Cristiana, después de una crisis metafóricamente llamada “bagarre” en el lenguaje cotidiano de la TFP (*). Con todo, los términos apocalíptico y milenarismo, tan inadecuadamente utilizados en nuestros días, quedan esclarecidos en su auténtico significado si son vistos a la luz de la doctrina católica.

Milenarismo o quiliasmo es, en sentido propio, la doctrina escatológica según la cual Jesucristo reinará visiblemente en la tierra con sus elegidos por un período de mil años entre una primera resurrección de los Santos y la segunda, universal, al fin del mundo. Esta teoría, fundamentada en la interpretación literal de un pasaje del Apocalipsis, fue sostenida en los primeros siglos de la Iglesia por los Padres griegos y latinos, como San Ireneo , San Justino, Tertuliano, Lactancio.

San Agustín, que confiesa haber sufrido la atracción milenarista, rechaza decididamente este sistema en La Ciudad de Dios, y lo mismo hace Santo Tomás en la Suma Teológica. “Si bien el quialismo no haya sido catalogado como herejía —afirma el Padre Allo— el sentimiento común de los teólogos de todas las escuelas es el de hallarse frente a una doctrina «errónea », a la cual algunos de los antiguos Padres podrían haber sido arrastrados debido a ciertas condiciones de las eras primitivas”.

El Santo Oficio, con decreto del 19-21 de julio de 1944, ha afirmado que el milenarismo, aún en sus versiones mitigadas, entendido como el sistema según el cual “Cristo Señor, antes del juicio final, sea que preceda o que no preceda la resurrección de la mayor parte de los justos, vendrá de modo visible, para reinar en esta tierra, (…) no puede ser enseñado sin peligro (“tuto doceri non posset”)”.

Cualquier católico familiarizado en grado mínimo con la historia de la Iglesia puede comprender fácilmente cómo el “milenarismo” constituye una doctrina inconfundible y claramente definida, muy distinta al Mensaje de Fátima y a las tesis de San Luis María Grignion de Montfort y de Plinio Corrêa de Oliveira.

Se puede, al contrario, hablar legítimamente de una “apocalíptica católica”, si por ella se entiende la especulación teológica sobre el Apocalipsis que, para todo cristiano, es el libro profético e inspirado que cierra el Nuevo Testamento. Libro que describe la historia futura, relacionándola con el presente y abarcando el conflicto de todos los tiempos entre Jesucristo y el eterno adversario, hasta “la última persecución que, en la inminencia del Juicio final, deberá sufrir en toda la tierra la Santa Iglesia, esto es, toda la ciudad de Cristo, por parte de toda la ciudad del demonio”.

“Porque será tan terrible la tribulación entonces, que no la hubo semejante desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá jamás. Y si no fuesen abreviados aquellos días, ninguno se salvará; pero serán abreviados por amor de los escogidos”.

La historia del género humano no concluirá con una apoteosis que lleve al auge una ascensión histórica irreversible, sino con una catástrofe, una tiranía universal del mal. “En la tradición de la filosofía de la historia propia del Occidente —observa un conocido filósofo católico contemporáneo— el propio fin del tiempo tiene un nombre: dominio del Anticristo”. El Anticristo, comenta Mons. Antonino Romeo, “es el enemigo capital de Cristo” que al fin de los tiempos “seducirá con satánicos prodigios y astucias a muchos cristianos” antes de ser aniquilado por Cristo en su Parusía.

La vida cristiana es, en esta perspectiva, invocación y “expectativa” de la Parusía, descrita en el Apocalipsis: la segunda venida del Señor “con gran poder y majestad” para consumar su Reino mesiánico, con la derrota del Anticristo y la instauración de la Jerusalén celestial. La liturgia del Adviento, como también la Pascual, expresa la espera implorante de esta venida que impele a los cristianos a “estar siempre prontos”.

“En efecto —comenta el Card. Billot— basta abrir el Evangelio para admitir que la Parusía es de hecho el alfa y el omega, el principio y el fin, la primera y la última palabra de la predicación de Jesús, que allí está la clave, la solución, la explicación, la razón de ser, la sanción; en suma, que es el acontecimiento supremo al cual todo el resto está referido y sin el cual todo el resto se desmorona y desaparece”.

Esta “apocaliptica” católica, predicada siempre por la Iglesia, nada tiene que ver con el milenarismo antiguo ni con el moderno, cuyos orígenes son identificados por algunos estudiosos en el pensamiento de Joaquín de Flora, o en sus deformaciones.

Se ha discutido mucho sobre la figura, aún envuelta en una sombra de misterio, de ese religioso calabrés. Él elaboró una teología de la Historia en la que, siguiendo el esquema trinitario, distingue entre una era del Padre iniciada con Adán, una era del Hijo que tiene en Cristo su cumplimiento, y una tercera era, del Espíritu Santo, anunciada por San Benito. Lo que en él o en su “posteridad” es heterodoxo, no es la división trinitaria de la Historia, ni la espera de una “edad nueva”, sino la negación, si realmente la hubo, de la unidad divina de las Tres Personas, de la perennidad del Evangelio de Cristo y de la misión salvadora de la Iglesia en la “tercera era”. Según algunos estudiosos, de Joaquín de Flora provendría un proceso de inmanentización de la escatología cristiana dirigido a animar la utopía moderna de una autoredención del hombre.

Lo cierto es que en el siglo XIV surge una “apocalíptica” que representa la antítesis de la teología de la Historia cristiana. El milenarismo moderno se desarrolla con el ala izquierda de la Revolución protestante, a partir de Thomas Müntzer y de los anabaptistas, y propone una revolución terrena que pretende instaurar el Reino de Dios en el orden puramente temporal. La idea humanista de “Renacimiento”, al igual que la protestante de “Reformatio”, expresan la expectativa escatológica de una era nueva caracterizada por el fin de la Iglesia Católica y del Papado, frecuentemente identificado con el Anticristo. Se trata, más que de un milenarismo, de un “mesianismo” que caracteriza a las sectas del ambiente anglosajón y germánico, aflora en los orígenes de la filosofía moderna, y desemboca en la Re-volución Francesa. El mito del progreso típico del siglo pasado, el de la sociedad sin clases marxista, el nacional socialista del Tercer Reich y el ecológico de los “verdes” convergen en este filón de mesianismo laico, idea que presupone la negación del pecado original y de la misión de la Iglesia, y la “auto-redención” de la humanidad en la Historia y a través de la Historia.

La oposición no podría ser más clara: la escatología cristiana quiere sacralizar la sociedad y la historia, ordenándolas a Dios; el mesianismo laico quiere una implícita divinización del hombre y de las estructuras sociales para realizar el “Reino de Dios” sobre la tierra, en su absoluta perfección.

Nada tiene de común con el milenarismo la idea de una era histórica en la cual el catolicismo alcance su plenitud, para hacer realidad el lema y el anhelo de San Pablo y de los grandes Pontífices de este siglo: “Instaurare omnia in Christo”.

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